miércoles, 4 de mayo de 2011

De nada. Millás

De nada

Las instrucciones que acompañan a las baterías de los teléfonos móviles aconsejan al usuario descargarlas totalmente siete u ocho veces para que no se produzca el "efecto memoria", que no sabemos en qué consiste, no lo pone. En cualquier caso, debe tratarse de algo horrible, de otro modo no lo llamarían así, el "efecto memoria", que parece el título de una novela de terror. Por otra parte, está comprobado científicamente que nosotros mismos, aun no funcionando a pilas, corremos el peligro de quedarnos atrapados en sucesos de los que no nos sacan ni con fórceps, a menos que seamos capaces de vaciarnos por completo en varias ocasiones a lo largo de la vida. Hay gente que a los 50 años todavía habla con un odio infinito del prefecto de disciplina del colegio o del sargento que vendía enciclopedias en la mili. No se han desocupado del todo, como recomiendan los fabricantes de baterías, antes de volverse a llenar de vatios, afectos u obsesiones.

Por eso resulta envidiable gente como Piqué, que habiéndose limpiado hasta las heces de su pasado comunista, ha podido abrazar sin problemas la fe popular, lo que ha repercutido muy favorablemente en su bolsillo. Hoy mismo, y tras optimizar sus pagos a Hacienda con empresas familiares de dudosa actividad, es completamente rico. De no haberse vaciado tanto, habrían quedado en el fondo de su cartera algunos escrúpulos progresistas que taponarían la entrada a nuevas sensaciones. Y si el propio Aznar no se hubiera desamueblado por completo antes de volverse a rellenar, seguiría escribiendo artículos surrealistas en La Nueva Rioja, lo que habría hecho un daño económico incalculable a compañeros del colegio que estaban esperando que algún condiscípulo llegara a algo y les sacara de la miseria, que es muy mala.

El "efecto memoria" resulta dañino para el progreso de las personas. Si uno quiere ser alguien, es preciso olvidar, aunque se convierta en otro. Es mejor ser otro con una cuenta corriente saneada, que ser el mismo vendiendo pañuelos en un semáforo. Antes de abrazar una nueva fe, sea analógica o digital, religiosa o política, descárguese del todo de la anterior y busque un enchufe. De nada.

Confusión. Millás

Antes de que hubiera terminado de desenvolver el regalo de cumpleaños, sonó dentro del paquete un timbre: era un móvil. Lo cogí y oí que mi mujer me felicitaba con una carcajada desde el teléfono del dormitorio. Esa noche, ella quiso que habláramos de la vida: los años que llevábamos juntos y todo eso. Pero se empeñó en que lo hiciéramos por teléfono, de manera que se marchó al dormitorio y me llamó desde allí al cuarto de estar, donde permanecía yo con el trasto colocado en la cintura. Cuando acabamos la conversación, fui al dormitorio y la vi sentada en la cama, pensativa. Me dijo que acababa de hablar con su marido por teléfono y que estaba dudando si volver con él. Lo nuestro le producía culpa. Yo soy su único marido, así que interpreté aquello como una provocación sexual e hicimos el amor con la desesperación de dos adúlteros. Al día siguiente, estaba en la oficina, tomándome el bocadillo de media mañana, cuando sonó el móvil. Era ella, claro. Dijo que prefería confesarme que tenía un amante. Yo le seguí la corriente porque me pareció que aquel juego nos venía bien a los dos, de manera que le contesté que no se preocupara: habíamos resuelto otras crisis y resolveríamos ésta también. Por la noche, volvimos a hablar por teléfono, como el día anterior, y me contó que dentro de un rato iba a encontrarse con su amante. Aquello me excitó mucho, así que colgué en seguida, fui al dormitorio e hicimos el amor hasta el amanecer. Toda la semana fue igual. El sábado, por fin, cuando nos encontramos en el dormitorio después de la conversación telefónica habitual, me dijo que me quería pero que tenía que dejarme porque su marido la necesitaba más que yo. Dicho esto, cogió la puerta, se fue y desde entonces el móvil no ha vuelto a sonar. Estoy confundido.

Ánimo. Millás

ÁNIMO por Juan José Millás
Tomo notas, indistintamente, con un bolígrafo o con un lápiz colocados junto al ordenador, sobre un cuaderno escolar, de rayas. Al lápiz hay que sacarle punta de vez en cuando, lo que constituye una actividad artesanal que sirve también para la reflexión. Pero la diferencia más notable entre él y el bolígrafo es su modo de perecer. El bolígrafo no cambia de apariencia ni siquiera cuando se encuentra en las últimas. Y deja un cadáver tan curioso que nadie diría que está muerto si no fuera porque no pinta nada ya, aunque resucite a veces de improviso y trace un par de líneas, incluso un párrafo, antes de volver a expirar. La gente se resiste a desprenderse de los bolígrafos vacíos porque continúan como nuevos. Sólo se consumen por dentro, en fin, y siempre se acaban a traición, como el butano. El lápiz, en cambio, agoniza por dentro y por fuera a la vez, y deja un cadáver mínimo, un detrito del que uno se deshace sin ningún sentimiento de culpa. Punto y aparte.
La naturaleza presenta casos semejantes al del bolígrafo. Ahí está el caracol, que envejece sin una sola arruga exterior, sin un fruncido. Y no hay que sacarle punta cada poco: él mismo, mientras vive, asoma los cuernos al sol, caracol quiscol, y una vez muerto, si te encuentras la concha en un tiesto o en el agujero de un árbol, la guardas en el bolsillo y al llegar a casa la colocas junto a los bolígrafos difuntos. Tenemos una pasión curiosa por la cáscara, de ahí la afición a las cajas, sobre todo a las cajas fuertes. Hay personas que coleccionan pastilleros vacíos, que viene a ser lo mismo que guardar bolígrafos sin tinta, con los que sólo se pueden escribir poemas inexistentes, que muchas veces son los mejores.
Pese a todo, tal vez sea más digna la actitud existencial del lápiz que la del bolígrafo, la de la babosa que la del caracol, aunque no dejen cáscara para los arqueólogos. Conviene sacarse punta cada mañana, pese al espanto de ver cómo se agota uno. Lo complicado de sacarse punta es saber cuánto te tienes que afilar para escribir lo suficientemente claro sin romperte antes de que hayas acabado la novela o la vida. Pero eso constituye un ejercicio de conciencia, y quizá de consciencia, bastante saludable. Ánimo.


Los sueños se cumplen. Millás

Los sueños se cumplen

Nos invitaron, para despedir el verano, a una comida con intelectuales y artistas. A mi izquierda había una estrella de la televisión que me informó de que tenía dos hijos adoptados, un chinito y una chinita. Le di la enhorabuena e intenté que habláramos de otra cosa, pero entonces me preguntó cuántos hijos adoptados teníamos mi mujer y yo. Al decirle que ninguno perdió completamente el interés por mí.
A mi derecha había un famoso guionista de cine que me dijo, sin que yo le hubiera dado pie, que acababa de adoptar a una niña boliviana. Le di la enhorabuena y le pregunté si había visto la película de Verhoeven sobre el hombre invisible. Pero él no tenía interés en hablar de cine, sino de la adopción. Quiso saber cuántos hijos adoptados tenía yo y le dije que ninguno.
-Pero estarás en trámites -insistió.
-Pues no, no estoy en trámites -manifesté un poco avergonzado.
El guionista de cine perdió todo el interés por mí y se puso a hablar de niños adoptados con su vecino de la derecha. Alcancé a oírle que el problema de los niños polacos es que son iguales que nosotros y al final parecen hijos biológicos. La pareja que había frente a mí hablaba de la burocracia de la adopción y se intercambiaban consejos para actuar de un modo u otro según los países. Mi mujer se encontraba al otro extremo de la mesa y me pareció, por la mirada que intercambiamos, que se encontraba también un poco aislada. Como todavía estábamos en el segundo plato y comprendí que el tema dominante eran los hijos, intenté contar a la estrella de la televisión algunas cosas de los míos.
-¿Pero no me habías dicho que no tenías ningún hijo adoptado? -preguntó.
-Es que son biológicos.
-Ah, eso -dijo con una mueca de asco.
Salí de la comida hecho polvo y cuando me reuní con mi mujer me contó que a ella le había sucedido lo mismo.
-¿Pero en qué mundo vivimos tú y yo -dijo- que ni nos habíamos enterado de que ya no se adoptan posturas, sino niños?
-Chica, yo leo todos los días varios periódicos y no había caído -respondí abochornado.
-No los leerás bien -aseguró.
En efecto, al llegar a casa echó un vistazo al primer periódico que vio sobre la mesa y me dijo que Woody Allen y Soon Yi acababan de adoptar otra hija, la segunda, creo, o la tercera.
-Pero Woody Allen se casa luego con ellas -dije yo-. Más que la adopción, practica una suerte de incesto atenuado.
Mi mujer dijo que eso no tenía gracia y estuve de acuerdo. Entonces entró llorando nuestro hijo pequeño.
-¿Pero qué te pasa?
-Unos niños me han dicho que soy hijo biológico.
Mi mujer y yo nos miramos con lógica preocupación, pero yo actué con unos reflejos increíbles. Le dije que no se lo creyera. Que le habíamos traído de Pakistán: el primer país que se me ocurrió, vete a saber por qué. El niño se quedó más tranquilo y se marchó otra vez a jugar con sus amigos adoptados.
-¿Crees que has hecho bien engañándole? -preguntó mi mujer.
-Ya tendrá tiempo de enterarse de la verdad -respondí yo-. Acuérdate de que le dijimos demasiado pronto que los Reyes Magos eran los padres y lo pasó fatal. Cuanto más tarde se entere de que es biológico, mejor.
-Pero los niños son muy crueles y se lo dirán.
-Pues nosotros le diremos lo contrario y lo juraremos sobre la Biblia si es preciso.
Esa noche releí un ensayo de Freud, con perdón, en el que dice que todos hemos tenido de niños la fantasía de que éramos adoptados. De ese modo, soportamos las carencias de nuestros mayores y soñamos con un futuro en el que nuestros verdaderos padres vendrán a rescatarnos de la menesterosa condición en que hemos caído. Lo curioso de los sueños es que se cumplen. Quizá ahora se está cumpliendo masivamente ese viejo sueño de la humanidad, lo que me parece muy bien. Pero alguien debería explicarnos cómo ayudar a los hijos biológicos a sobrevivir con el peso de no ser más que lo que parecen. Después de todo, ellos son inocentes de las inclinaciones de sus padres.

EL INCONSCIENTE (Y 3) Marina

EL INCONSCIENTE (Y 3)

escrito el 18 de Marzo de 2010 por José Antonio Marina en José Antonio Marina

Gauss, el mayor genio matemático de la historia, contó en una carta su descubrimiento de un complejo teorema de la teoría de números: “Hace dos días, lo logré, no por mis penosos esfuerzos, sino por la gracia de Dios. Como tras un repentino resplandor de relámpago, el enigma apareció resuelto. Yo mismo no puedo decir cuál fue el hilo conductor que conectó lo que yo sabía previamente con lo que hizo mi éxito posible”. Hamilton describió así su descubrimiento de los cuaternios: “Vinieron a la vida completamente maduros, el 16 de octubre de 1843, cuando paseaba con la señora Hamilton hacia Dublín, al llega al puente de Brougham. Allí saltaron en mi interior como chispas las ecuaciones que buscaba”. Henri Poincaré recuerda que la solución al complicado problema de las funciones fuchsianas apareció de repente en su cabeza, cuando no estaba pensando en ellas, en el momento de subir a un autobús para iniciar una excursión. Poincaré sacó de estos fenómenos la conclusión obvia: él no estaba pensando en esas funciones, pero su cerebro, sí. La creación matemática, concluyó, es inconsciente.¿Comprenden ahora mi inquietud ante este tema?

¿Comprenden el escepticismo de mis alumnos cuando les digo que nuestro cerebro es más listo que nosotros? ¿Cómo puede organizar conocimientos tan complejos sin saber lo que está haciendo? No lo sé, pero lo cierto es que lo hace. Y que si queremos progresar en nuestra capacidad científica o creadora o afectiva, si aspiramos a tener ocurrencias brillantes, no nos queda más remedio que educar el inconsciente. ¿Y cómo podemos hacerlo?

Para contestar a esta pregunta, tengo que aprovechar estudios hechos con otra finalidad, pero fiables. Por ejemplo, los que versan sobre el entrenamiento de los grandes maestros de ajedrez. En primer lugar, necesitan tener una gigantesca memoria dinámica. Se sabe que tienen que aprender unas cincuenta mil jugadas y que recuerdan una partida entera con la misma facilidad que el resto de los mortales recordamos una melodía. Eso es una memoria dinámica: la que lleva de una nota a la siguiente. En segundo lugar, entrenan ciertas habilidades de análisis y de cálculo, que acababa automatizándose, es decir, realizándose sin conciencia expresa. Cuando un tenista juega, se mueve con una soltura no voluntaria, inconsciente, en el sentido que utilizo la palabra. Conoce la posición que quiere ocupar, pero no sabe los músculos que tiene que mover. Por último, el cerebro de los maestros puede movilizar al mismo tiempo una parte enorme de esa información asimilada. Lo que llamamos “concentración” es esa capacidad de activar muchos procesos mentales con un objetivo único. Y estar a la espera de que de esa conjunción surja una buena propuesta.
Si lo que digo es verdad, parece que la educación ha de fundarse en tres elementos: la construcción de una gran memoria, la automatización de actividades mentales, y la concentración, para poner a trabajar el inconsciente. Creo que hay que añadir un último elemento: tenemos que saber evaluar las ocurrencias producidas por el inconsciente. Adquirir buenos criterios de evaluación es el cuarto objetivo de la educación.

Escribo este artículo en el AVE, camino de Sevilla. Atravieso la provincia de Córdoba leyendo un libro del matemático Miguel de Guzmán sobre resolución de problemas, y compruebo, con gran satisfacción, que dice lo mismo que acabo de escribir. A pesar de que el paisaje está nublado, me ha parecido ver un luminoso rayo de sol sobre los olivos.

Peor para ella. Millás


Tengo un ordenador portátil con el que voy a todas partes. Lleva dentro de sí más folios escritos de los que cabrían en un baúl, y más fotografías de las que entrarían en siete cajas de zapatos. Y no pesa más que un libro grande. En eso, los ordenadores se parecen a nosotros, que tenemos la cabeza llena de obsesiones, fantasías, deseos, rencores, agradecimientos, cosas, en fin, que no podríamos meter en un camión gigante de mudanzas ni apretando. Muchas veces, este ordenador se adelanta a mis deseos y si voy a escribir, por ejemplo, la palabra febril, él me sugiere que ponga febrero cuando apenas he tecleado febr. O martes si me dispongo a escribir martillo. Normalmente no le hago caso, pero a veces sí y salen textos curiosos. Por las noches lo dejo encendido para ver si se decide a redondear un artículo entero, o dos, por su cuenta, pero aún no me ha dado esa alegría.

Hace poco, me disponía a escribir una carta a un amigo y tecleé: Querid, pero antes de que acabara la palabra, el ordenador me sugirió: Queridos padre y madre. Se me cortó el aliento, como pueden ustedes suponer, sobre todo porque soy huérfano y nunca se me habría ocurrido dirigirme a estas alturas a mis progenitores muertos. No obstante, hice caso a mi máquina y redacté una carta que ni siquiera era un ajuste de cuentas: de lo mejor que he escrito en mi vida. No tengo adónde enviarla, pero eso me ocurre también con muchas personas que están vivas.

Ahora bien, lo mejor es que ayer estaba trabajando cuando la pantalla del ordenador se puso negra durante unos segundos angustiosos y luego volvió en sí, como si hubiera tenido una lipotimia, una pérdida, un vahído. A mí me pasan esas cosas también: me desmayo durante un momento y en seguida se me enciende la luz y continúo sin problemas con lo que tenía entre manos. Ignoro si esta compenetración con mi ordenador es rara o no, pero a mí me gusta. O sea, que lo que hace diez o quince años nos habría parecido un cuento de ciencia ficción empieza a ser realismo costumbrista. La realidad es que es muy voraz: materializa todo lo que se nos pasa por la cabeza. Peor para ella.

Manuel Vicent. Prometeo

Cada día hay más distancia entre los que saben mucho y los que saben poco, entre los que lo pueden todo y los que no pueden nada. Cada día son más los que obedecen ciegamente a unos pocos y es más profundo el vacío entre esos seres innombrables que ostentan el poder sin límite sobre nuestras vidas y la sociedad invertebrada que se mueve abajo como un ganado lanar. No obstante, existen unas reglas precisas para que la gente obedezca sin rebelarse, creyéndose libre. Ante todo hay que tener al público contento y culpabilizado, sin darle tiempo a pensar. En cualquier caso, será necesario agitarlo con un látigo para que baile y se divierta ante una hipotética catástrofe que se avecina. Se le azotará alegremente con espectáculos de masas, con la basura de la televisión, con un sexo imposible al alcance de la mano, con ídolos del deporte, que sobre los vertederos industriales de las ciudades erigirán unos cuerpos desnudos en las vallas publicitarias como productos deseados, pero en medio del sonido que desprende una fiesta semejante se deberá oír una voz potente que anuncie medidas dolorosas, necesarias e inevitables para salir de la crisis sin que se nos permita dejar de bailar. La voz repetirá una y otra vez que todo ha sucedido por nuestra culpa. Queríamos tener dos casas, un coche de gran cilindrada, ir de vacaciones de verano a Cancún o a esquiar a los Alpes, y no cesamos de consumir sin freno, de exigir trabajar menos y cobrar más. Protegidos por el vocabulario críptico de la alta tecnología, por el jeroglífico indescifrable de las leyes religiosas del mercado, el sistema hará que te sientas un menor de edad, ignorante y cómodo en medio de la mediocridad general, te hará correr agónicamente hacia el pesebre repleto de alfalfa y cuando te tenga del todo en sus manos te enseñará a balar. Pero recientemente ha surgido un nuevo Prometeo que ha vuelto a robar el fuego del Olimpo. El héroe mitológico se ha encarnado en Julian Assange, el creador de Wikileaks, al que han encadenado para dejarlo a merced de las alimañas. Ha sido el primero, pero pronto tendrá una legión de seguidores dispuestos a apropiarse de la alta tecnología informática, como del fuego sagrado, y entonces serán los corderos los que desafíen y suplanten a los dioses.

El País 12/12/2010