jueves, 25 de marzo de 2010

Manuel Vázquez Montalbán



Camino

Todos los caminos llevaban a Roma, y aunque Roma, como sujeto capital de la catolicidad, no lo quiera, todos los caminos se empeñan en pasar por la llamada Ciudad Santa, adjetivo que comparte con La Meca y otras capitales religiosas. Hete aquí que el Vaticano se disgustó porque se hubiera elegido Roma como escenario de manifestación internacional y anual del orgullo gay en el 2000, año jubilar, repleta la ciudad de peregrinos, obligados a compartir, aunque sólo fuera un día, el espacio de purificación y encuentro de espiritualidades con la variopinta fanfarria de comulgantes en la homosexualidad, dejados de la mano de Dios por el uso de la sexualidad irreproductiva.
Con la torpeza con que las alineaciones sacrosantas suelen tratar las conductas humanas, las autoridades vaticanas trataron de suprimir la celebración de las manifestaciones homosexuales en Roma, con lo cual generaron el esperable coro de voces airadas contra la intransigencia de la Iglesia. Santa intransigencia que por una parte entristece a los católicos liberalizados y por otra reconforta a los católicos ultramontanos, con lo que permanece tensa, expectante, rica en suma, la unidad de contrarios dentro de una misma comunión de los santos. Finalmente, se celebraron las manifestaciones con notable éxito, aunque es lógico suponer que una parte notable de homosexuales italianos católicos no se manifestaran para no agudizar sus propias contradicciones internas porque, como propone Escrivá de Balaguer en Camino, la Cruz, con mayúscula, no sólo hay que llevarla sobre el pecho... “la Cruz sobre tus hombros, la Cruz en tu carne, la Cruz en tu inteligencia. Así vivirás por Cristo, con Cristo y en Cristo: y así solamente serás apóstol”, y más adelante el fundador del Opus recuerda a sus vanguardias: “si queréis entregaros a Dios en el mundo, antes que sabios –ellas no hace falta que sean sabias: basta que sean discretas- habéis de ser espirituales, muy unidos al señor por la oración: habéis de llevar un manto invisible que cubra todos y cada uno de vuestros sentidos y potencias: orar, orar y orar: expiar, expiar y expiar”. Sin que jamás se pronunciara el fundador sobre los homosexuales ni las homosexualas.
Manuel Vázquez Montalbán

Camilo José Cela


La siesta
Los sabios franceses, ingleses y alemanes, también los norteamericanos, están descubriendo la siesta y sus excelencias y virtudes, o sea, que están descubriendo el Mediterráneo, y es probable que a los españoles, a resultas de esas foráneas y mansas lucubraciones, empiece a no darnos vergüenza el proclamar nuestro apego a la vetusta y no del todo bienquista institución.

La siesta es saludable y reconfortadora, ayuda a la digestión y al crecimiento, estimula la serenidad y el amor a la naturaleza y sus deleites, apacigua las iras, enmienda la displasia de la herramienta genitoria y las oscilaciones de la tensión arterial, y da ánimos para insistir en la lucha por la vida con renovados y aun casi virginales arrestos.

Hace ya algún tiempo llamé a la siesta el yoga ibérico y la cosa tuvo cierta buena acogida porque lo repitieron y glosaron determinados escritores costumbristas: el barómetro de los usos de cada país son los escritores costumbristas.
Los extranjeros, poco a poco, nos van enseñando a los españoles lo que ya sabemos y no admitimos hasta que nos lo explican, a ser posible en inglés. Con la dieta mediterránea y la cocina del aceite de oliva y las judías con chorizo pasó lo mismo y ahora hasta nos sienta bien lo que antes nos indigestaba. Yo daría cualquier cosa porque los españoles borrásemos de nuestras cabezas la hortera veneración que no pocos sienten, o sentimos, por lo que nos regalan, nos susurran o nos ordenan los pardillos de esos mundos de Dios. Lo propio no tiene por qué ceder a lo ajeno mientras no se nos demuestre que es mejor.


Camilo José Cela

Fernando Savater. Ética para Amador.



DATE LA BUENA VIDA

(…) Las cosas pueden ser bonitas y útiles, los animales (por lo menos algunos) resultan simpáticos, pero los hombres lo que queremos ser es humanos, no herramientas ni bichos. Y queremos también ser tratados como humanos, porque eso de la humanidad depende en buena medida de que los unos hacemos con los otros. Me explico: el melocotón nace melocotón, el leopardo viene ya al mundo como leopardo, pero el hombre no nace ya hombre del todo ni nunca llega a serlo si los demás no le ayudan. ¿Por qué? Porque el hombre no es solamente una realidad natural (como los melocotones o los leopardos), sino también una realidad cultural. No hay humanidad sin aprendizaje cultural y para empezar sin la base de toda cultura (…): el lenguaje. El mundo en el que vivimos los humanos es un mundo lingüístico, una realidad de símbolos y leyes sin la cual no sólo seríamos incapaces de comunicarnos entre nosotros sino también de captar la significación de lo que nos rodea. Pero nadie puede aprender a hablar por sí solo (como podría aprender a comer por sí solo o a mear —con perdón— por sí solo), porque el lenguaje no es una función natural y biológica del hombre (aunque tenga su base en nuestra condición biológica, claro está), sino una creación cultural que heredamos y aprendemos de otros hombres.
Por eso hablar a alguien y escucharle es tratarle como a una persona, por lo menos empezar a darle un trato humano. Es sólo un primer paso, desde luego, porque la cultura dentro de la cual nos humanizamos unos a otros parte del lenguaje pero no es simplemente lenguaje. Hay otras formas de demostrar que nos reconocemos como humanos, es decir, estilos de respeto y de miramientos humanizadores que tenemos unos para con otros. Todos queremos que se nos trate así y si no, protestamos. Por eso las chicas se quejan de que se las trate como mujeres «objeto», es decir simples adornos o herramientas; y por eso cuando insultamos a alguien le llamamos «¡animal!», como advirtiéndole que está rompiendo el trato debido entre hombres y que como siga así podemos pagarle con la misma moneda. Lo más importante de todo esto me parece lo siguiente: que la humanización (es decir, lo que nos convierte en humanos, en lo que queremos ser) es un proceso recíproco (como el propio lenguaje, si te das cuenta). Para que los demás puedan hacerme humano, tengo yo que hacerles humanos a ellos; si para mí todos son como cosas o como bestias, yo no seré mejor que una cosa o una bestia tampoco. Por eso darse la buena vida no puede ser algo muy distinto a fin de cuentas de dar la buena vida. Piénsalo un poco, por favor.
Más adelante seguiremos con esta cuestión. Ahora para concluir este capítulo de modo más relajado, te propongo que nos vayamos al cine. Podemos ver, si quieres, una hermosísima película dirigida e interpretada por Orson Welles: Ciudadano Kane. (…) Kane es un multimillonario que con pocos escrúpulos ha reunido en su palacio (…) una enorme colección de todas las cosas hermosas y caras del mundo. Tiene de todo, sin duda, y a todos los que le rodean les utiliza para sus fines, como simples instrumentos de su ambición. Al final de su vida, pasea solo por los salones de su mansión, llenos de espejos que le devuelven mil veces su propia imagen de solitario: sólo su imagen le hace compañía. Al fin muere, murmurando una palabra: «¡Rosebud!» Un periodista intenta adivinar el significado de este último gemido, pero no lo logra. En realidad, «Rosebud» es el nombre escrito en un trineo con el que Kane jugaba cuando niño, en la época en que aún vivía rodeado de afecto y devolviendo afecto a quienes le rodeaban. Todas sus riquezas y todo el poder acumulado sobre los otros no habían podido comprarle nada mejor que aquel recuerdo infantil. Ese trineo, símbolo de dulces relaciones humanas, era en verdad lo que Kane quería, la buena vida que había sacrificado para conseguir millones de cosas que en realidad no le servían para nada. Y sin embargo la mayoría le envidiaba... Venga, vámonos al cine: mañana seguiremos.

Fernando Savater. Ética para Amador, capítulo IV

Juan Cruz


Silencios
Hubo un poeta que iba al Café Gijón y allí permaneció callado veinte años. Cuando los demás creían imposible descifrar la naturaleza filosófica de ese silencio, entró en el famoso bar madrileño una señorita bellísima, ante cuya presencia el taciturno personaje se levantó de la silla, se le acercó y le gritó, en medio de la concurrencia: “¡Está usted cojonuda!”. El silencioso escondía detrás de su disfraz de pensador la caracterología de un imbécil.
Otro habitual del mismo Café Gijón era el cantante y folclorista argentino Atahualpa Yupanqui, cuyo aspecto venerable de indio apesadumbrado y pensativo creó a su alrededor la atmósfera que se siente cuando se tiene cerca la más honda sabiduría. Los demás hablaban en su torno, y a lo largo de los años él mantuvo intacto ese fantasma que se queda en la cara cuando uno no habla por mucho tiempo: la calidad del silencio. Hasta que alguien, alguna vez, narró la historia pendenciera de alguno de los tertulianos de entonces, los demás se consternaron o celebraron el lance, y cuando ya se hizo el silencio total sobre lo sucedido, todos vieron que el silencioso rompía a hablar. Lo hizo para decir esto: “El que la hace, la paga”. Los otros entendieron que el silencio también atesora, además de sabiduría, algunos sabios lugares comunes.
Una vez, el escritor argentino Jorge Luis Borges, que no paraba de hablar, incluso en islandés, fue a ver a Juan José Arreola, que le ganaba por mucho trecho en el uso de la legua propia; después de la larga estancia junto a su colega mexicano, le preguntaron a Borges qué tal había ido la conversación, y el autor de El aleph respondió: “Muy bien, he podido introducir algunos sabios silencios”. Acaso sabio es el mejor adjetivo que le han puesto al silencio, pues generalmente el silencio es sepulcral u ominoso, o se acompaña del ruido de una claqueta: “¡Silencio, se rueda!”; el poeta Francisco Brines dice que también existe el silencio celestial, pero ése es tan eterno que no se puede medir.
El silencio es una pesada carga en la que nos empeñamos en ver el peso de la inteligencia, cuando a veces sólo transparenta un humo que se evapora en contacto con el aire y que a veces se resuelve en una frase así, “¡Usted está cojonuda!”, porque también es normal que quien ande callado sea porque nada tiene que decir.

Juan Cruz El País, 2/10/02
http://blogs.elpais.com/juan_cruz/

Rosa Montero. La luz



La luz

Hace algunos días tuve que acompañar a un familiar al servicio de urgencias de un hospital. La sala de espera se encontraba llena y las horas pasaban en esa enredada mezcla de aguda tensión e inmenso aburrimiento que suele imperar en estos lugares. Frente a mí, al otro lado de la sala, estaban los baños. Consistían en un pasillo recto y largo que acababa en la zona de lavabos. Al fondo, a la izquierda, se abrían las dos puertas de los urinarios de hombres y mujeres. El conjunto carecía de ventanas y no tenía otra iluminación que la de la luz eléctrica. Me entretuve mirando entrar y salir a la gente de allí (es increíble con lo que se puede un llegar a entretener en un ataque de tedio), y en un momento dado vi a una pareja como de veinte años, con un discreto aspecto de progres tardo-hippies. La muchacha entró y él esperó fuera. Al ratito la vi salir del retrete de mujeres y apagar la luz. Luego apagó la zona de los lavabos, y a continuación el retrete de hombres. Por último apagó también la luz del pasillo, y después se reunió con su amigo y se marchó, increíblemente ufana de su buena acción ecologista. Los baños, a todo esto, se habían convertido en una caverna tenebrosa. Llegó un hombre y se detuvo en el lóbrego umbral, dubitativo; luego debió de imponerse la necesidad y se introdujo a tientas por el pasillo, desapareciendo entre las sombras. Al cabo de un tiempo considerable se encendió una luz al fondo: había conseguido atinar con el interruptor del servicio de caballeros. Entonces llegó una renqueante septuagenaria apoyada en una muleta y también se detuvo ante el oscuro túnel, obviamente insegura y amedrentada. Recordé a la muchacha, tan complacida de sí misma. Recordé la mirada de puritano desdén que nos había dedicado a los demás, a todos los irresponsables de la sala de urgencias que derrochábamos electricidad, personas enfermas, asustadas, accidentadas, frágiles. Personas doloridas en las que ella no pensó. Y me dije que en eso consistía el fundamentalismo: en adherirte a ideas quizá buenas, quizá nobles, de una manera tan dogmática y antihumana que terminas por convertirlas en aberrantes. No te puedes solidarizar grandiosamente con el planeta Tierra si antes no eres capaz de solidarizarte con la septuagenaria.

Rosa Montero, El país. 20/05/2003
http://www.clubcultura.com/clubliteratura/clubescritores/montero/home.htm

Juan José Millás


Lepisma

Hay un insecto microscópico, el lepisma, también llamado por su aspecto pececillo de plata, que vive en los libros igual que un delfín en las profundidades del océano, surcando las páginas como si fueran láminas de agua sucesivas. Puede alojarse indistintamente en un volumen de Kafka o Flaubert, de Melville o Poe, sin que el grado de salinidad de escrituras tan diferentes afecte a su organismo. El lepisma navega, pues, en el interior de la masa de papel recorriendo títulos, textos y texturas, aunque lo normal es que si nace en Moby Dick muera en esta novela sin cruzarse jamás, curiosamente, con la ballena blanca, su pariente lejano.

El lepisma ignora también la existencia del lector, tampoco nosotros nos damos cuenta de que junto al argumento imaginario que forman las palabras, en cada hoja está sucediendo un drama real protagonizado por una familia de pececillos de plata que se alimentan de las comas de nuestros textos preferidos. Nos acompañan en la travesía lectora como los delfines a los navegantes, saltando fuera de la página y zambulléndose en ella a través de un adverbio, que atraviesan sin romperlo ni machacarlo.

Cuánta gente vive de la literatura, pues. Es increíble. Estos lectores sin alfabetizar que se alimentan paradójicamente de nuestras publicaciones son los más ingenuos sin duda, pero conviene tenerlos en cuenta. Quizá el universo no sea más que un gigantesco libro que alguien lee con pasión mientras nosotros, sus lepismas, navegamos por él pese a ignorar su sintaxis. A ese lector gigante le dedico este artículo con el ruego de que, cuando se canse de leer, cierre el libro sin violencia, para no hacernos daño.


Juan José Millás
El País

http://www.clubcultura.com/clubliteratura/clubescritores/millas/

Juan José Millás

Volver al barro
Andaba yo recorriendo la prensa de norte a sur, con un bastón imaginario que uso para hurgar en sus partes blandas, cuando di con una noticia pequeña que, sin embargo, brillaba como una perla negra. Era una perla negra: decía que los niños de Brasil, esos que viven en las alcantarillas y que salen por la noche para comer de los cubos de la basura, se drogaban con lodo. Como suena. Han descubierto que inyectándose lodo en las venas consiguen un viaje parecido al que se obtiene con el "crack", aunque mucho más económico. El lodo está por los suelos, no hay más que agacharse y cogerlo; los "meninos de rua" brasileños ni siquiera se tienen que agachar: viven de rodillas, sus cuerpos conocen las posturas más humillantes, pero también más eficaces, para evitar los bastonazos de los cazadores de niños. Allí lo del hombre del saco no es mentira; allí no es mentira ningún cuento por brutal que parezca: todas las crueldades populares que leemos a nuestros niños en estas latitudes, para que recojan su carga simbólica y crezcan mentalmente sanos, allí forman parte de la realidad. En Brasil, y en tantas otras partes de aquel continente, los símbolos están fuera de quicio, de lugar, te los encuentras al doblar la esquina. Y te devoran. Los niños tienen que huir, pues, de esos símbolos que les persiguen y escapar a otras realidades como sea. Hasta ahora entraban en ellas a través del "crack" o inhalando pegamento en una bolsa de plástico. Pero el pegamento es muy caro, y la naturaleza, que a ratos se pone generosa, ha decidido introducir en el lodo propiedades alucinógenas para que los niños se olviden, aunque sea por un momento, del hombre del saco y del lobo y de los gigantes que se comen a los niños, que allí, ya digo, viven fuera de los cuentos. Y se olvidan metiéndose barro dentro de las venas; los niños de la calle, en Brasil, tienen el corazón de barro, como Adán antes del soplo divino. Han regresado a los orígenes; ahora sólo les falta que aparezca un verdadero Dios y que les sople de verdad para traerlos a una vida verdadera.
Juan José Millás. Articuentos.

Juan José Millás


LEER

Estoy leyendo un libro mal encuadernado en el que las últimas palabras de cada línea se pierden en las profundidades del lomo, de manera que para acceder a ellas hay que desviscerar el volumen. Al principio, pensé en devolverlo, pero me he aficionado a hurgar en él como en las interioridades de un centollo. Las palabras rescatadas a los entresijos saben mejor que las que están a simple vista. Parece mentira que hayan inventado un libro electrónico, que por lo visto imita la textura del papel, y no hayan descubierto un libro que se pueda chupar, como la cabeza de una gamba, para extraerle la masa encefálica. De momento, si encuentra usted un volumen mal encuadernado, lléveselo a casa, arránquele los sesos sin escrúpulos y no dude en metérselos en la boca.
A veces, para acordarnos de que las palabras tienen sabor, conviene poner dificultades entre ellas y nosotros. O leer en un idioma extranjero. Un día, volando en una línea aérea alemana, me puse a hojear la revista de a bordo y lo entendí todo hasta que caí en la cuenta de que no sabía alemán. Ahora que tanta gente se va a estudiar inglés a Londres, hay que reivindicar el don de lenguas, que consiste justamente en disfrutar de los idiomas con la boca. Si te relajas y no piensas tanto en el significado de las frases como en su sabor, lo comprendes todo sin necesidad de estudiar. Cuando las palabras sean un bien escaso, como el caviar, recuperaremos el asombro de tragárnoslas y de volverlas a la boca, como los rumiantes, para masticarlas por segunda vez. El problema es que comemos palabras a todas horas, todos los días del año.
Los monjes de clausura, que sólo pueden hablar a determinadas horas, usan el alfabeto con avaricia. Cuando los vocablos son caros, se utilizan con más gusto, porque se añora su sabor. Ese niño que balbucea sus primeras palabras asombra a toda la familia, porque en él el vocabulario es todavía una rareza. Quizá usted no haya tenido ningún niño, pero si tiene la suerte de tropezar con un libro mal cosido, cuyas palabras sea necesario extraer de sus vísceras con la perversidad con que arrebatamos las huevas al salmón, tal vez adquiera o recupere el placer de leer este verano.
Enhorabuena.
Juan José Millás
http://www.clubcultura.com/clubliteratura/clubescritores/millas/

lunes, 1 de marzo de 2010

Aforismos de Antonio Machado



Antonio Machado es uno de los poetas más importantes de la literatura española pero no sólo se dedicó a la poesía donde destacó con diversos libros (tal vez el más conocido sea Campos de Castilla) y que en cierto modo representa la unión entre la generación del 98 y la del 27 como lo demuestran los versos dedicados a Lorca tras su muerte

Muerto cayó Federico

-sangre en la frente y plomo en las entrañas-

… Que fue en Granada el crimen

sabed -¡pobre Granada!-, en su Granada.


Además, Machado escribió obras de carácter ensayístico como Consejos, sentencias y donaires de Juan de Mairena y de su maestro Abel Martín de la cual hemos estudiado algunos aforismos en clase.


Aprendió tantas cosas –escribía mi maestro, a la muerte de un su amigo erudito–, que no tuvo tiempo para pensar en ninguna de ellas.

*

No olvidéis que es tan fácil quitarle a un maestro la batuta, como difícil dirigir con ella la quinta sinfonía de Beethoven.

*

También quiero recordaros algo que saben muy bien los niños pequeñitos y olvidamos los hombres con demasiada frecuencia: que es más difícil andar en dos pies que caer en cuatro.

*

Decía mi maestro que deseaba morir sin llamar la atención de nadie; que su muerte pasase completamente inadvertida. Un mutis bien hecho –añadía aquel buen farsante– no debe hacerse aplaudir.

*

Aprende a dudar, hijo, y acabarás dudando de tu propia duda. De este modo premia Dios al escéptico y confunde al creyente.

*

Cuando los hombres acuden a las armas, la retórica ha terminado su misión. Porque ya no se trata de convencer, sino de vencer y abatir al adversario. Sin embargo, no hay guerra sin retórica. Y lo característico de la retórica guerrera consiste en ser ella la misma para los dos beligerantes, como si ambos [9] comulgasen en las mismas razones y hubiesen llegado a un previo acuerdo sobre las mismas verdades. De aquí deducía mi maestro la irracionalidad de la guerra, por un lado, y de la retórica, por otro.

*

¿Un arte proletario? Para mí no hay problema. Todo arte verdadero será arte proletario. Quiero decir que todo artista trabaja siempre para la prole de Adán. Lo difícil sería crear un arte para señoritos, que no ha existido jamás.


*

Fugit irreparabile tempus. He aquí un latín que siempre me ha preocupado hondamente. Pero mucho más este dicho español: dar tiempo al tiempo. Meditad sobre lo que esto puede querer decir.

*

Sólo en el silencio, que es, como decía mi maestro, el aspecto sonoro de la nada, puede el poeta gozar plenamente del gran regalo que le hizo la divinidad, para que fuese cantor, descubridor de un mundo de armonías. Por eso el poeta huye de todo guirigay y aborrece esas máquinas parlantes con que se pretende embargarnos el poco silencio de que aún pudiéramos disponer.


Escoge alguno de los aforismos y coméntalo. No olvides copiarlo y explicarlo, aprovecha también para dar tu opinión.