jueves, 25 de marzo de 2010

Juan Cruz


Silencios
Hubo un poeta que iba al Café Gijón y allí permaneció callado veinte años. Cuando los demás creían imposible descifrar la naturaleza filosófica de ese silencio, entró en el famoso bar madrileño una señorita bellísima, ante cuya presencia el taciturno personaje se levantó de la silla, se le acercó y le gritó, en medio de la concurrencia: “¡Está usted cojonuda!”. El silencioso escondía detrás de su disfraz de pensador la caracterología de un imbécil.
Otro habitual del mismo Café Gijón era el cantante y folclorista argentino Atahualpa Yupanqui, cuyo aspecto venerable de indio apesadumbrado y pensativo creó a su alrededor la atmósfera que se siente cuando se tiene cerca la más honda sabiduría. Los demás hablaban en su torno, y a lo largo de los años él mantuvo intacto ese fantasma que se queda en la cara cuando uno no habla por mucho tiempo: la calidad del silencio. Hasta que alguien, alguna vez, narró la historia pendenciera de alguno de los tertulianos de entonces, los demás se consternaron o celebraron el lance, y cuando ya se hizo el silencio total sobre lo sucedido, todos vieron que el silencioso rompía a hablar. Lo hizo para decir esto: “El que la hace, la paga”. Los otros entendieron que el silencio también atesora, además de sabiduría, algunos sabios lugares comunes.
Una vez, el escritor argentino Jorge Luis Borges, que no paraba de hablar, incluso en islandés, fue a ver a Juan José Arreola, que le ganaba por mucho trecho en el uso de la legua propia; después de la larga estancia junto a su colega mexicano, le preguntaron a Borges qué tal había ido la conversación, y el autor de El aleph respondió: “Muy bien, he podido introducir algunos sabios silencios”. Acaso sabio es el mejor adjetivo que le han puesto al silencio, pues generalmente el silencio es sepulcral u ominoso, o se acompaña del ruido de una claqueta: “¡Silencio, se rueda!”; el poeta Francisco Brines dice que también existe el silencio celestial, pero ése es tan eterno que no se puede medir.
El silencio es una pesada carga en la que nos empeñamos en ver el peso de la inteligencia, cuando a veces sólo transparenta un humo que se evapora en contacto con el aire y que a veces se resuelve en una frase así, “¡Usted está cojonuda!”, porque también es normal que quien ande callado sea porque nada tiene que decir.

Juan Cruz El País, 2/10/02
http://blogs.elpais.com/juan_cruz/

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